17 octubre 2023
Sanatorio Aliare
Los latidos del corazón.
Por Ps. Eugenia Gasparý
Algunas personas no tienen en claro si decir que los Cuidados Paliativos (CP) 'se celebran con alegría’ o 'se conmemoran solemnemente’. Siempre hay un grupo de ciudadanos que supone que es mejor no hablar, ni cuestionar, ni debatir, sobre algunos temas como la vida, la muerte, las creencias, y otros afines. De todos modos, los segundos sábados del mes de Octubre de cada año el calendario nos lo recuerda.
Los CP no pertenecen exclusivamente a la etapa final de la vida. Por el contrario, cuando son correctamente ofrecidos empiezan a formar parte de la vida del paciente mucho antes. ¿Por qué? ¿Tienen pertinencia de modo temprano? Claro que sí. Primeramente los síntomas a aliviar tanto físicos como psíquicos no se presentan prolijamente ordenados en un tiempo secuencial cronológico y dando aviso previo, sino que, simplemente van apareciendo. Además, la posibilidad que da la derivación temprana es la de conocer a la persona y su entorno familiar e ir creando un vínculo de confianza que nos permita enterarnos de los recursos y las necesidades de cada caso en particular y comenzar a armar una trama que nos irá sosteniendo durante todo el proceso de la enfermedad.
Lo cierto es que el hecho de que existan los CP y que se venga trabajando años tras año a favor de hacerle más y mejor espacio, es una excelente noticia para la comunidad. No por conjeturar que son deseados por todos, sino porque al ser requeridos, allí están intentando estar cada vez más disponibles y mejorando sus condiciones según las geografías donde se sostengan. Por el lado jurídico, la flamante ley acompaña a nivel nacional.
La cultura que nos acompaña en estas coordenadas no nos facilita el tránsito por la vida. De modo opuesto, logra entorpecerlo a gran escala al generar una variada oferta de macabros ideales que no logran ser alcanzados por quienes lo pretenden. Cuando al distraernos nos dejamos engañar por esos ideales nos complicamos la vida. Muchas veces no resulta sencillo vivir en la época que nos toca donde por lo general como ocurre en Occidente se menosprecia todo aquello que no marcha lindo y se rinde homenaje a las ofertas desmedidas del capitalismo ligadas a lo imperecedero. Mientras sigamos intentando no encontrarnos con lo que renguea seguiremos garantizándonos vincularnos con ello de la peor manera. Como el sufrimiento generado por la muerte, las enfermedades, la locura, la discapacidad, etc.
Resulta imprescindible no pretender ridículamente controlar la vida cuando claramente nos sobrepasa. No controlamos los latidos de nuestro corazón, ni las hormonas que secretan nuestras glándulas, ni los amaneceres, ni las tormentas. ¿Qué nos pasó? ¿Cuándo perdimos la conexión a la tierra, a la naturaleza, a lo que nos envuelve? ¿Hay alguien hoy en día que puede seguir sosteniendo los beneficios del avance tecnológico sin reparar en los enormes efectos secundarios que presentan? ¿Cómo hemos conseguido volvernos una sociedad sostenida prácticamente en las (bellas) imágenes que se traducen en las plataformas de moda? ¿Y la otra verdad, dónde la dejamos escondida? ¿Acaso por esconderla logramos hacerla desaparecer?
¿Cómo reaccionamos cuando el miedo nos visita sin velo?
El lenguaje nos delimita y nos trasciende, marca nuestros cuerpos. Somos hablados previo a nuestro nacimiento por quienes nos esperan, intercambiamos palabras mientras vivimos y seguimos siendo nombrados cuando ya no estamos. Nos enseñan a hablar y aprendemos a decir lo que sentimos. Muchas veces sentimos dolor. Aprendemos a sentir dolor. También aprendemos a sentir miedo y se nos dispara el ritmo cardíaco. Ese aprendizaje es cultural. Algunos de esos dolores son más sencillos de ser expresados que otros, como si socialmente tuvieran mayor permiso de ser comentados. Sentir dolor es una experiencia cultural pero del orden de lo subjetivo, por lo tanto, singular. En CP nos ocupamos de las diferentes caras del dolor.
Trabajar en el ámbito de la salud con personas a las que se les diagnostica una enfermedad crónica y progresiva no es una práctica liviana debido al alto nivel de sufrimiento que se presenta en el paciente y sus allegados. Este sufrimiento está muy ligado al dolor. A nivel físico, el dolor corporal, sigue siendo el síntoma más temido, sin embargo disponemos de variedad de opioides para aliviarlos. Empero, hay otros dolores que también generan sufrimiento (existencial) y que no requieren ser medicados aunque sí alojados y validados para poder transformarlos.
Desempeñarse laboralmente acompañando en el entorno del proceso del morir requiere de preparación académica, pero también de una decisión personal sostenida en la responsabilidad que le imprimimos al modo de estar presentes.
Los CP humanizan la salud a condición de que los profesionales trabajen sobre sí mismos a fin de que conozcan sus propias motivaciones, sus limitaciones, y las ideas que los habitan con respecto a la vida, a la enfermedad y a la muerte para que éstos no hagan obstáculo al ir con el bagaje personal a la escena clínica. Me refiero a la posibilidad de relacionarnos con el paciente respetando su autonomía y tolerando las diferencias que pudieran aparecer. No necesitamos emitir juicios sobre la vida de los otros.
Cuando en la práctica de los CP conseguimos construirnos un lugar desde el cual poder acompañar a quienes nos lo solicitan, ellos se vuelven nuestros maestros porque evidentemente nos llevan ventaja al haber llegado antes.
Domesticando nuestro miedo, hay mucho ofrecido para escuchar y aprender allí, para quien esté dispuesto a encontrarse con la verdad que muestra el hecho de estar al borde del misterio. Siempre que quien pretenda ocupar ese lugar haya resignado su porción fálica de narcisismo, de ego hipertrofiado, de rol jerárquico profesional, y haya comenzado a dejarse seducir por la exquisita y liberadora vulnerabilidad, intrínseca a nuestra existencia. De hecho, cuanto más podamos elaborar nuestra propia vulnerabilidad más empoderados estaremos.
El perfume de esa verdad de estar al borde del misterio, que aparenta ser la del otro, en algún momento logramos comprender que más allá de algunas particularidades, también es la nuestra, la de todos. Al ir caminando a la par nos damos cuenta que allí no hay ajenidad, sino que reconocemos un espejo y la imagen reflejada es la propia. ¿Existirá mayor riqueza mientras sigamos vivos que la posibilidad de volvernos testigos de este acontecimiento humano de indiscutible trascendencia?
¿Todo nuestro sufrimiento es insoslayable o parte de él es evitable?
Vivimos sufriendo cuando a la vida le sobran temores y le falta coraje. Claramente no sufrimos exclusivamente al final del camino. Tenemos la capacidad de venir practicándolo con anterioridad. Es del orden de la necedad negar ciertos sufrimientos propios de la existencia humana, como suelen presentarse al envejecer, enfermar, deteriorarse y morir. Y seguramente no sea a lugar objetar el modo de vida y de goce de cada uno. Sin embargo, algo puede ser dicho para quien quiera escucharlo:
Cada vez que recibimos lo que la realidad tiene para compartirnos y decidimos desestimarla, no queriendo saber de eso y negándola, nos estamos asegurando una dosis extra de sufrimiento. Si pudiéramos aceptar sin resignarnos, ese plus podría ser evitable. Esto es, permitiéndonos atravesar el sufrimiento activando el trabajo de duelo por las pérdidas que acontecen (de cualquier índole). Este insustituible trabajo psíquico es el que permite transformar el dolor. Por supuesto que esto implica ocuparnos de nosotros mismos, descubrir las creencias heredadas que nos habitan ya que a veces nos obstaculizan en lugar de beneficiarnos, y asimismo detectar los recursos que disponemos. Se trata de un trabajo sostenido en un gesto de responsabilidad sobre uno mismo.
Aceptar no es sinónimo de estar de acuerdo con lo que ocurre ni tampoco avalarlo. De hecho, es legítimo tomar todas aquellas medidas que consideremos, siempre que al momento de la resolución, al final del camino, podamos deponer las armas y concluir, después de habernos entregado, abrazando el resultado.
Finalmente, pareciera que la vida se reduce a un tiempo de contracción y distención permanente entre algún sufrimiento cualquiera y su alivio o resolución… ¿Será el ritmo que lleva el corazón?
La niña que fui, que veía con ojos expectantes a los adultos que la
rodeaban, se preguntaba cómo sería aquel mundo de los grandes.
Su mayor desacierto fue suponer que el
envejecer venía de la mano de la madurez.
Hoy en día, cerciorada de aquella asociación errónea,
elijo preguntarme por lo que trae el paso del tiempo y
en lugar de darle la espalda a lo inevitable,
prefiero mirarlo a los ojos.